viernes, 28 de julio de 2017

Durkheim Emile Resumen La Educación: su naturaleza, su función


            La palabra educación comprende, como dice Stuart Mill, "todo aquello que hacemos por cuenta nuestra y todo aquello que los demás hacen por medio de nosotros, a fin de acercarnos a la perfección de nuestra naturaleza. En la más amplia expresión del término, comprende incluso los efectos indirectos producidos sobre el carácter y sobre las facultades humanas por ciertas cosas que tienen una finalidad totalmente diversa: las leyes, las formas de gobierno, las artes industriales e incluso los hechos físicos, independientemente de la voluntad del hombre, como el clima, el suelo y la posición geográfica".

            La acción de las cosas sobre los hombres es muy diversa, como modo de obrar y como resultados, de la que ejercen los propios hombres. Y la acción de los que tienen la misma edad, unos sobre otros, difiere de la que los adultos ejercen sobre los más jóvenes. Esta última es la única que por ahora nos interesa y, por tanto, será oportuno reservar para ella el término de "educación".

            ¿Y en qué consiste esta acción sui generis? A esta pregunta se han dado respuestas muy diferentes, que pueden reunirse en dos grupos principales.
            Según Kant, "la finalidad de la educación consiste en desarrollar en cada individuo toda la perfección que cabe dentro de sus posibilidades". Se trata, como se ha dicho muchas veces, del desarrollo armónico de todas las facultades humanas.

            Pero, no es posible por otra parte realizarlo por entero, ya que se encuentra en contradicción con otra regla de la conducta humana, la que nos ordena que nos consagremos a una tarea particular y limitada. No podemos ni debemos entregarnos todos al mismo género de vida, pero debemos, según nuestras aptitudes, desarrollar funciones diferentes.

            No todos estamos hechos para reflexionar, se necesitan también hombres de intuición y acción. Al contrario, también se necesitan hombres que tengan la tarea de pensar. Pues bien, el pensamiento no puede desarrollarse más que apartándose del movimiento, replegándose sobre sí mismo, sustrayendo de la acción exterior a aquel que se entrega por entero a pensar. De aquí se deriva una primera diferenciación que no se crea sin una ruptura de equilibrio. Y la acción, por su parte, lo mismo que el pensamiento, es capaz de asumir una multitud de formas diferentes y particulares. No cabe duda de que esta especialización no excluye cierto fondo común. De todas formas, parece que puede darse por sentado que una armonía perfecta no puede presentarse como la finalidad suprema de la conducta y de la educación.

            La educación tendría como objeto "hacer del individuo un instrumento de felicidad para sí mismo y para sus semejantes" (James Mill), porque la felicidad es una cosa esencialmente subjetiva, que cada uno aprecia a su modo. Es verdad que Spencer ha intentado definir objetivamente la felicidad. Para él, las condiciones de la felicidad son las de la vida. La felicidad completa es la vida en su plenitud. Pero ¿qué es lo que hemos de entender por "la vida"? Si se trata únicamente de la vida física, se puede muy bien señalar qué es lo que, al faltar, la hace imposible. Esa vida implica realmente cierto equilibrio entre el organismo y su ambiente.

            Pero de esa manera solamente es posible expresar las necesidades vitales más inmediatas. Para el hombre de nuestros días, una vida semejante no es la "vida". El standard of life, como dicen los ingleses, varía infinitamente según las condiciones, los ambientes y las circunstancias. Lo que ayer nos parecía que era suficiente, hoy nos parece que está por debajo de la dignidad del individuo.
           
La educación ha variado infinitamente, según los tiempos y según los países, la educación se esfuerza en hacer de ella una persona autónoma. Hoy la ciencia tiende a ocupar el puesto que ocupaba el arte en otros tiempos.

            ¿Se dirá que todo lo que se ha hecho no representa lo ideal? ¿Qué si la educación ha cambiado, esto se debe a que los hombres se han equivocado al juzgar lo que tenía que ser? hay necesidades ineludibles, de las que no se puede hacer abstracción. ¿De qué podría servirnos imaginar una educación que resultase mortal para la sociedad que la pusiera en práctica?

            Si se empieza así, preguntándose a uno mismo cual tiene que ser la educación ideal, haciendo abstracción de todo condicionamiento de tiempo y lugar, esto quiere decir que se está admitiendo implícitamente que un sistema educativo no tiene nada de real en sí mismo. No se ve en él un conjunto de prácticas y de instituciones que se han ido organizado lentamente en el curso de los tiempos, que se muestran solidarias de todas las demás instituciones sociales y que las expresan. Por el contrario, parece que se trata de un simple sistema de conceptos realizados; bajo este punto de vista da la impresión de que depende solamente de la lógica. No tenemos por qué hacernos solidarios de los errores de observación o de lógica, que han podido cometer nuestros predecesores; pero podemos y debemos plantearnos el problema, dejando aparte todo lo que ha ocurrido. Las enseñanzas de la historia pueden, todo lo más, evitarnos el peligro de volver a caer en los mismos errores que ya se cometieron anteriormente.

            Efectivamente, toda sociedad, considerada en un momento determinado de su desarrollo, tiene un sistema de educación que se impone a los individuos con una fuerza generalmente irresistible. Es inútil creer que podemos educar a nuestros hijos como queramos. Estos, una vez que hayan crecido y se hayan hecho adultos, no se encontrarán en condiciones de vivir entre sus contemporáneos, con los que no se sentirán en armonía. Han sido educados en unas ideas o demasiado arcaicas o demasiado avanzadas; da lo mismo. Existe, por tanto, en cada período, un modelo normativo de la educación, del que no nos es lícito apartarnos sin tropezar con vivas resistencias.

            Pues bien, las costumbres y las ideas que determinan este modelo no hemos sido nosotros, individualmente, quienes las hemos creado. Son el producto de la vida en común y expresan sus necesidades. En su mayor parte son además obra de las generaciones anteriores; toda nuestra historia ha dejado huellas en él, comprendida la historia de los pueblos que nos han precedido.

            Cuando se estudia históricamente la manera como se han formado y desarrollado los sistemas de educación, se descubre que dependen de la religión, de la organización política, del nivel de desarrollo de las ciencias, de las condiciones industriales, etc. Si se los aísla de todas estas causas históricas, resultan incomprensibles. Entonces, ¿de qué manera puede el individuo pretender reconstruir, con solo el esfuerzo de su pensamiento personal, lo que no es una obra del pensamiento individual? No puede actuar sobre ellas más que dentro de los límites en los que ha aprendido a conocerlas, sabiendo cuál es su naturaleza y cuáles son las condiciones de las que dependen.

            Cuando se desea determinar, mediante la dialéctica solamente, lo que tiene que ser la educación, se debe empezar por establecer cuáles son los fines que tiene que tener.¿Gracias a qué privilegio podemos estar mejor informados en lo que se refiere a la función educativa? Se nos responderá evidentemente que la educación tiene como objetivo preparar a los hombres del mañana. Pero esto significa sencillamente plantear el problema en términos apenas ligeramente distintos, dejándolo sin resolver. Pero no es posible a éstas preguntas más que empezando por observar en qué ha consistido y a qué necesidades ha atendido en el pasado. Por eso, la observación histórica resulta indispensable, aunque sólo sea para establecer la noción preliminar de "educación".

2. Definición de la educación

            Para definir la educación hemos de examinar los sistemas educativos que existen o que han existido, compararlos entre sí, poner de relieve los caracteres que tienen en común. La suma de estos caracteres constituirá la definición que andamos buscando.

            Para que se tenga educación es menester que exista la presencia de una generación de adultos y de una generación de jóvenes; así como también una acción ejercida por los primeros sobre los segundos.

            No existe, por así decirlo, ninguna sociedad en la que el sistema educativo no presente un doble aspecto: ese sistema es, al mismo tiempo, uno y múltiple. Es múltiple: se puede decir que existen tantas especies diversas de educación cuantos son los diferentes ambientes sociales en esa sociedad. La educación de los patricios era distinta de la de los plebeyos. Incluso en la actualidad, ¿no vemos como varía la educación con la clase social e incluso sencillamente con el ambiente? La educación en la ciudad es distinta que en el campo; la de los burgueses no es la misma que la de los obreros. Es evidente que la educación de nuestros hijos no debería depender de la casualidad que les ha hecho nacer aquí o allí, de unos padres en lugar de otros. Pero aún cuando la conciencia moral de nuestro tiempo hubiera recibido en este punto la satisfacción que está aguardando, la educación no se haría por este motivo más uniforme. Aún cuando la carrera de cada joven no estuviese ya, en gran parte, determinada a priori  por una herencia ciega; y puesto que el joven tiene que ser preparado con vistas a la función que estará llamado a desempeñar, la educación, a partir de cierta edad, no puede ya  seguir siendo la misma para todos los sujetos a los que es aplicada. Para encontrar una educación absolutamente homogénea e igualitaria sería preciso remontarse a las sociedades prehistóricas, dentro de las cuales no existía ninguna diferenciación; e incluso aquellas sociedades no representaban más que un momento lógico dentro de la historia de la humanidad.

            No existe ningún pueblo en el que no exista cierto número de ideas, de sentimientos y de prácticas que la educación tiene que inculcar a todos los niños indistintamente, sea cual fuere la categoría social a la que pertenecen. Hasta en esos países en los que la sociedad está dividida en castas cerradas la una a la otra, existe siempre una religión común para todos y, por consiguiente, los principios de la cultura religiosa, que pasa a ser entonces fundamental, son los mismos para toda la masa de la población. Aún cuando cada casta y cada familia tengan sus dioses particulares, existen también divinidades generales reconocidas por todos y a las que todos los niños aprenden a venerar.

         En el curso de nuestras historias se ha ido constituyendo todo un conjunto de ideas sobre la naturaleza humana, sobre la importancia respectiva de nuestras diferentes facultades, sobre el derecho y sobre el deber, sobre la sociedad, sobre el individuo, sobre el progreso, sobre la ciencia, sobre el arte, etc., que están en la base misma de nuestro espíritu nacional. Toda la educación, tanto la del rico como la del pobre, tanto la que conduce a las carreras liberales como la que prepara para las funciones industriales, tiene la finalidad de fijar esas ideas en la conciencia.

            De estos hechos se deduce que cada sociedad se forma en determinado ideal de hombre, que este ideal es en cierta medida el mismo para todos los ciudadanos; que a partir de cierto punto, ese ideal se va diferenciando según los ambientes particulares que comprende en su seno cualquier sociedad. Este ideal, que es al mismo tiempo uno y diverso, es el que constituye el polo de la educación. Así pues, ésta tiene como función suscitar en el niño: 1. cierto número de estados físicos y mentales que la sociedad a la que pertenece considera que no deben estar ausentes en ninguno de sus miembros; 2. Ciertas condiciones físicas y mentales que el grupo social particular (casta, clase, familia, profesión) considera igualmente que deben encontrarse en todos aquellos que lo constituyen.

            La sociedad no puede vivir si no se da entre sus miembros una homogeneidad suficiente; la educación perpetúa y refuerza esa homogeneidad, fijando a priori en el alma del niño las semejanzas esenciales que impone la vida colectiva. La educación asegura entonces la persistencia de la diversidad necesaria, diversificándose y especializándose ella misma. Si la sociedad ha llegado a un nivel de desarrollo tal que no pueden ya conservarse las antiguas divisiones en castas y en clases, prescribirá una educación que sea más unificada en la base. Si, en ese mismo momento, el trabajo se encuentra más dividido, provocará en los niños, sobre un primer fundamento de ideas y de sentimientos comunes, una diversidad de aptitudes profesionales más rica. Si vive en estado de guerra con las sociedades ambientales, se esforzará por formar los espíritus sobre una pauta enérgicamente nacional. Si la competencia internacional toma una forma más pacífica, el tipo que intente realizar será más general y más humano.

            Por tanto, la educación no es para la sociedad más que el medio por el cual logrará crear en el corazón de las jóvenes generaciones las condiciones esenciales para la propia existencia. Podemos llegar entonces a la siguiente fórmula: la educación es la acción ejercida por las generaciones adultas sobre las que no están todavía maduras para la vida social; tiene como objetivo suscitar y desarrollar al niño cierto número de estados físicos, intelectuales y morales que requieren en él tanto la sociedad política en su conjunto como el ambiente particular al que está destinado de manera específica.

3. Consecuencias de la definición anterior: carácter social de la educación

            Se deduce que la educación consiste en una socialización metódica de la generación joven. Puede decirse que en cada uno de nosotros hay dos seres, los cuales, a pesar de ser inseparables a no ser por el camino de la abstracción, no pueden evitar, sin embargo ser distintos. El uno está hecho de todos los estados mentales que no se refieren más que a nosotros mismos y a los acontecimientos de nuestra vida personal; es el que podríamos llamar nuestro ser individual. El otro es un sistema de ideas, de sentimientos y de hábitos que expresan en nosotros, no ya nuestra personalidad, sino el grupo o los grupos diversos de los que formamos parte, son las creencias religiosas, las creencias y las prácticas morales, las tradiciones nacionales y profesionales, las opiniones colectivas de toda clase. Su conjunto es lo que forma nuestro ser social. El objetivo final de la educación sería precisamente constituir ese ser en cada uno de nosotros.

            Por otra parte, de aquí es de donde se deduce también la importancia de su fusión y la fecundidad de su acción. Efectivamente, no sólo no está ya preconstituido y preparado ese ser social en la constitución primitiva del hombre, sino que ni siquiera es el resultado de desarrollo espontáneo. Espontáneamente el hombre no habría sido propenso a someterse a una autoridad política, a respetar una disciplina moral, a entregarse al sacrificio por los demás. No había nada en nuestra naturaleza congénita que nos predispusiese necesariamente a convertirnos en siervos de unas divinidades, de unos emblemas simbólicos de la sociedad, a rendirse culto, a privarnos de algo en su honor. Ha sido la misma sociedad la que, a medida que se ha ido formando y consolidando, ha sacado de su seno estas grandes fuerzas morales, ante las cuales el hombre ha sentido su propia inferioridad.

            Si prescindimos de las tendencias vagas en inciertas que pueden ser debidas a la herencia, el niño, al entrar en la vida, no introduce en ella más que la aportación de su naturaleza individual. Por consiguiente, la sociedad se encuentra ante toda la generación en presencia de una especie de tabla casi totalmente rasa, sobre la cual tendrá que construir con esfuerzos renovados. Es preciso que, mediante los procedimientos más rápidos que sea posible, a ese ser asocial y egoísta que ha venido al mundo se le sobreponga otro ser, capaz de llevar una vida moral y social. Esa obra educativa no se limitará a desarrollar el organismo individual en la dirección indicada por su naturaleza, crea realmente en el hombre un ser nuevo.

            Esta virtud creadora es, por otra parte, un privilegio especial de la educación humana. Es muy distinta la que reciben los animales, si es que puede darse este nombre al adiestramiento progresivo al que se ven sometidos por obra de sus padres. Estos pueden efectivamente acelerar el desarrollo de ciertos instintos que dormitan en el pequeño, pero no lo inician en una vida nueva, no crean nada.

            Esto depende del hecho de que los animales o viven fuera de toda organización social, o forman sociedades muy simples, que funcionan gracias a mecanismos instintivos que cada individuo lleva dentro de sí mismo y que están ya completamente constituidos desde el momento de su nacimiento. Por tanto, la educación no puede añadir nada a lo esencial de la naturaleza, ya que ésta es suficiente para todo, en el hombre las aptitudes de todo género que presupone la vida social son demasiado complejas para poder encarnarse, de alguna manera, en nuestros tejidos y materializarse bajo la forma de predisposiciones orgánicas. De ahí se sigue que no pueden transmitirse de una generación a otra por el camino de la herencia.

            Además, se dirá, si efectivamente es posible concebir que las cualidades puramente morales, puesto que imponen al individuo ciertas privaciones que van en contra de sus impulsos naturales, por ejemplo, las cualidades de la inteligencia, que le permitan adaptar mejor su propia conducta a la naturaleza de las cosas, las cualidades físicas y todo aquello que contribuye al vigor y a la salud del organismo. Para esas cualidades, por lo menos, parece ser que la educación, al desarrollarlas, no hace más que salir al encuentro del desarrollo mismo de la naturaleza.

            La educación responde ante todo a necesidades sociales. Todavía estamos muy lejos de ver reconocidas por todos los pueblos las ventajas de una cultura sólida. La ciencia, el espíritu crítico, que hoy colocamos tan arriba, han sido mirados con cierta sospecha durante varios siglos. Hay que guardarse mucho de considerar que esta indiferencia frente al saber haya sido impuesta artificialmente a los hombres, en violación de su naturaleza.  Ellos no desean la ciencia más que en la medida en que la experiencia les ha enseñado que no pueden prescindir de ella. Como ya decía Rousseau, para satisfacer las necesidades vitales podía bastar con las impresiones, con la experiencia y con los instintos, lo mismo que bastaba con todo esto a los animales. Si el hombre no hubiera conocido otras necesidades más que aquellas tan sencillas que tienen sus raíces en su constitución individual, no se habría puesto en busca de una ciencia, sobre todo si se tiene en cuenta que ésta no se ha adquirido sin dolorosos y laboriosos esfuerzos. El hombre no ha conocido la sed del saber más que cuando la sociedad la ha despertado en él. Y la sociedad no la ha despertado más que cuando ella misma se ha visto necesitada de ese saber. Ese momento llegó cuando la vida social, bajo todas sus formas, se hizo demasiado compleja para poder funcionar de otra forma que no fuese gracias al concurso del pensamiento meditado, esto es, del pensamiento iluminado por la ciencia. Entonces la cultura científica se hizo indispensable y por este motivo es por lo que la sociedad exige de sus miembros esa ciencia y se la impone como un deber. Pero, en los orígenes, bastaba con la ciega tradición, lo mismo que al animal le bastaba con el instinto.

            En Esparta tenían sobre todo la finalidad de ir endureciendo los miembros para la fatiga; en Atenas representaba la manera de ir moldeando cuerpos hermosos a la vista; en tiempos de la caballería se le pedía que formase guerreros ágiles y esbeltos; en nuestros días tiene solamente una finalidad higiénica y se preocupa sobre todo de limitar los efectos peligrosos de una cultura intelectual demasiado intensa.

            Mientras íbamos mostrando a la sociedad que modelaba según sus propias necesidades a los individuos, podía surgir la duda de si éstos soportaban ante tal hecho una intolerable tiranía. Pero en realidad son ellos mismos los interesados en esta sumisión, ya que el ser nuevo que va edificando de este modo en cada uno de nosotros la acción colectiva, a través de la educación, representa lo que hay de mejor en nosotros, lo que hay de propiamente humano en nosotros. En efecto, el hombre es hombre solamente y en cuanto que vive en sociedad.

            En primer lugar, si hay en la actualidad un hecho históricamente establecido, es que la moral guarda estrechas relaciones con la naturaleza de la sociedad, la moral cambia cuando cambian las sociedades. Esto es, depende de la vida en común. Es la sociedad la que nos hace realmente salir de nuestro egocentrismo, la que nos obliga a tener en cuenta otros intereses distintos de los nuestros, la que nos ha enseñado a dominar nuestras pasiones, nuestros instintos, a darles una ley, a guardar sujeción a ciertas normas, a padecer privaciones, a sacrificarnos, a subordinar nuestros objetivos personales a finalidades más elevadas. Todo el complejo de representaciones que provoca en nosotros la idea y el sentimiento de la regla de la disciplina, tanto interior como exterior, ha sido la sociedad la que lo impuesto a nuestras conciencias. Este es el motivo de que hayamos adquirido esa fuerza de resistir a nosotros mismos, ese dominio sobre nuestras tendencias.

            Es la ciencia, la que elabora las nociones fundamentales que dominan sobre nuestro pensamiento: nociones de causa, de ley, de espacio, de número, de cuerpo, de vida, de conciencia, de sociedad, etc. Pues bien, estas ideas están perpetuamente en evolución. Esto sucede porque son el resumen, el resultado de todo trabajo científico, la ciencia es una obra colectiva, ya que supone una amplia colaboración de todos los hombres de ciencia no solamente de la misma época, sino de todas las épocas, sucesivas de la historia.

            Antes de que estuvieran organizadas las ciencias, la religión tenía ese mismo oficio, ya que cualquier mitología constituye una elaboración, ya muy elaboradas, del hombre y del universo. La ciencia, por lo demás, ha sido la heredera de la religión, la religión es una institución social. Al aprender una lengua, aprendemos todo un sistema de ideas distintas y clasificadas y somos los herederos de todos los trabajos de los que se han derivado aquellas clasificaciones que resumen varios siglos de experiencia. Pero hay más todavía; sin el lenguaje no tendríamos, por así decirlo, ideas generales, puesto que es la palabra la que, al fijarlos, les da a los conceptos una consistencia suficiente para que puedan ser manejados cómodamente por el espíritu.

            Si se le retirase al ser humano todo lo que recibe de la sociedad: volvería a caer en el nivel en que se mueven los animales. Si ha podido superar la etapa en la que se han detenido los animales, se debe ante todo a que no se ha reducido solamente al fruto de sus propios esfuerzos personales, sino que ha cooperado regularmente con sus semejantes, y los productos del trabajo de una generación no se han perdido para la generación que viene después.



4.- La función del estado en materia de educación

            En contra de ellos está el derecho de la familia. El niño, se dice, es ante todo de sus padres; por consiguiente, es a éstos a los que corresponde dirigir de la forma que juzguen necesario su desarrollo intelectual y moral. La educación se concibe entonces como una cosa esencialmente privada y doméstica. El estado se dice a veces, limitarse a servir de auxiliar y de sustituto a las familias. Cuando éstas no están en condiciones de cumplir con su deber, es natural que el estado se encargue de ello. También es natural que procure hacerles esta tarea lo más fácil posible, poniendo a su disposición el suficiente número de escuelas adonde puedan, si quieren , enviar a sus hijos. Pero debe mantenerse estrictamente dentro de estos límites, prohibiéndose a sí mismo cualquier clase de acción positiva destinada a imponer una orientación determinada al espíritu de la juventud.

            Por el contrario, su misión está muy lejos de tener que ser tan negativa, la educación tiene primordialmente una función colectiva, si tiene por objeto la adaptación del niño al ambiente social en el que está destinado a vivir, por tanto, es a ella a la que toca recordar incesantemente al maestro cuáles son las ideas, los sentimientos que tiene que procurar inculcar en el niño para ponerlo en armonía con el ambiente en el que está llamado a vivir. Si dejase de estar siempre presente y vigilante para obligar a la acción pedagógica a mantener su sentido social, ésta se pondría necesariamente al servicio de ideologías particulares y la gran alma de la patria se disgregaría y se reduciría.

            Desde el momento en que la educación es una función esencialmente social, el estado no puede desinteresarse de ella. Al contrario, todo lo que guarde alguna relación con ella tiene que quedar sometido de algún modo a su acción superior. Con esto no se quiere decir que el estado tenga que tener el monopolio de la enseñanza. Se puede considerar que los progresos escolares son más fáciles y más rápidos donde se le ha dejado cierto margen a las iniciativas individuales, dado que el individuo es más fácilmente un innovador que el estado. Pero de este hecho, o sea, de que el estado tenga que dejar en interés del público que se abran otras escuelas distintas de aquellas que cuya responsabilidad ha asumido más directamente, no se deduce que tenga que permanecer extraño a lo que en ellas sucede. Al contrario, la educación que se imparte en ellas debe permanecer sujeta a su control. Tampoco es admisible que la función del educador pueda ser ejercida por una persona que no presente garantías especiales, de las que solamente el estado puede ser el juez competente.

            Indudablemente, los límites dentro de los cuales tiene que desarrollarse su intervención difícilmente pueden ser determinados una vez y para siempre, pero el principio de esta intervención no puede ser discutido. No hay ninguna escuela que pueda arrogarse el derecho de dar, con plena libertad, una educación antisocial. Efectivamente, no es tarea del estado la creación de esa comunidad de ideas y de sentimientos sin los cuales no puede subsistir una sociedad; esa comunidad debe constituirse por sí sola y el estado no puede hacer otra cosa más que consagrarla, mantenerla. Nos encontramos divididos por concepciones divergentes e, incluso a veces, contradictorias. No sería admisible que se reconociese a la mayoría el derecho de imponer sus propias ideas a los hijos de la minoría. La escuela no puede ser cosa de un partido y el maestro faltaría a sus deberes si se pusiera a hacer uso de la autoridad de que dispone para arrastrar a sus alumnos al surco de sus simpatías partidistas personales. Pero, a pesar de todas las disidencias, se goza de: respecto a la razón, a la ciencia, a las ideas y a los sentimientos que constituyen la base de la moral democrática. Es tarea del estado poner de relieve estos principios esenciales, hacer que se enseñen en sus escuelas, velar para que ninguna parte política intente ocultarlos a los jóvenes, hacer que en todas partes se hable de ellos con el respeto que les es debido

5.- Poder de la educación: los medios de acción

            Para Fontenelle "ni la buena educación forja un buen carácter, ni la mala la destruye". Al contrario, para Locke y para Helvetius la educación es omnipotente. Según este último, "todos los hombres nacen iguales y con aptitudes iguales; solamente la educación es la que crea las diferencias". La teoría de Jacotot se aproxima mucho a la precedente.

            La educación no hace al hombre de la nada, como creían Locke y Helvetius, sino que se aplica a unas disposiciones que existen de antemano. Por otro lado puede muy bien concederse, de una forma general, que estas tendencias congénitas son muy fuertes, muy difíciles de destruir o de transformar radicalmente; porque dependen de unas condiciones orgánicas sobre las cuales el educador tiene muy poca influencia.

            Se da un tipo de predisposición establecida, rígida, invariable, que no deja mucho lugar para la acción de las causas externas: el instinto. Se habla a veces del instinto de conservación; pero la expresión es impropia. Porque un instinto es un sistema de movimientos determinados, siempre los mismos, que una vez que han sido hechos saltar por la sensación se concatenan automáticamente unos con otros hasta que logran llegar a su término natural, sin que la reflexión tenga que intervenir en ningún momento del proceso. Pero los movimientos que hacemos cuando está en peligro nuestra vida no tienen nada que ver con esta determinación y con esta invariabilidad automática. Van cambiando a medida que cambia la situación; nosotros los adaptamos a las circunstancias; esto quiere decir que no se producen sin una cierta elección consciente, aunque rápida. Lo que recibe el nombre de instinto de conservación no es en definitiva más que un impulso general de huir de la muerte, sin que estén predeterminados una vez para siempre los medios mediante los cuales procuramos evitarla. No se puede decir eso mismo del que a veces recibe el nombre, con igual impropiedad, de instinto maternal, instinto paternal incluso instinto sexual. Se trata de impulsos en una determinada dirección; pero los medios mediante los cuales se realizan impulsos cambian de un individuo a otro, de una ocasión a otra.  

            A pesar de todo lo que se diga, nadie nace criminal; mucho menos decirse que uno esté destinado a partir de su nacimiento a este o a aquel tipo de delito; lo que se hereda es una cierta falta de equilibrio mental, que hace al individuo más refractario a una conducta regular y disciplinada. Pero un temperamento semejante no destina a priori a un hombre a ser un explorador amante de las aventuras más bien que un criminal, un profeta, un renovador político, un inventor, etc. Como observa Bain, "el hijo de un gran filósofo no hereda de él ni un solo vocablo; el hijo de un gran viajante puede verse superado en la clase de geografía por el hijo de un minero". Lo que el niño recibe de sus progenitores son ciertas facultades muy generales; es una cierta fuerza de atención, una cierta dosis de perseverancia, un juicio sano, imaginación, etc. Pero cada una de estas facultades puede servir para cualquier clase de objetivos diferentes. Las únicas formas de actividad que pueden transmitirse hereditariamente son aquellas que se repiten siempre de una manera suficientemente idéntica para poder fijar en una forma rígida dentro del tejido del organismo. Pues bien, la vida humana depende de las condiciones múltiples, complejas y consiguientemente mutables. Es menester que ella misma cambie y se modifique sin parar.

            Entre las virtualidades indecisas que constituyen al hombre en el momento de su nacimiento y el personaje bien definido en que tiene que convertirse para poder desarrollar una acción útil en la sociedad, es muy considerable la distancia.

            Para poder dar una idea de lo que constituye la acción educativa y señalar todo su poder, un psicólogo contemporáneo, Guyau, la ha comparado con la sugestión hipnótica. Y esta relación no carece de fundamento. Con esta finalidad es preciso que el hipnotizador hable con un tono de mando, con autoridad. Tiene que decir: "yo quiero". Y tiene que demostrar también que ni siquiera puede imaginarse una resistencia a obedecer, que el acto tiene que llevarse a cabo, que la cosa tiene que ser vista tal como él la hace ver, que no puede ser de otra manera. Si él tiende a debilitar su acción, se ve como vacila el sujeto y cómo a veces se niega a obedecerle. Si por ventura entra en discusión con él, su poder se ha desvanecido.

            Pues bien, estas dos condiciones se encuentran realizadas en las relaciones que mantiene el educador con el educando que está sometido a su acción: 1) el joven se encuentra naturalmente en un estado de pasividad absolutamente parangonable con el que el hipnotizador se encuentra colocado artificialmente; su conciencia no contiene todavía más que un pequeño número de representaciones capaces de luchar en contra de las que le son sugeridas por el maestro; su voluntad es todavía rudimentaria y por eso mismo sumamente sugestionable. Por ese mismo motivo se muestra muy accesible al contagio del ejemplo y particularmente inclinado a la imitación. 2) El ascendiente que el maestro tiene naturalmente sobre el alumno, debido a la superioridad de su experiencia y de su cultura, dará naturalmente a su acción la poderosa eficacia que le es necesaria.

            Esta comparación demuestra como el educador dista mucho de estar desarmado frente al alumno, dado que conoce toda la fuerza de sugestión hipnótica. Por consiguiente, si la acción educativa posee, aunque sea en un nivel más bajo, una eficacia análoga, podemos esperar mucho de ella, con tal que el educador sepa servirse de su influjo. Como dice Herbart, no es gritando al niño de vez en cuando con violencia como se podrá actuar enérgicamente sobre él. Pero cuando la educación es paciente y continua, cuando no busca resultados inmediatos y aparentes, sino que prosigue lentamente en un sentido bien determinado, sin dejarse desviar por los incidentes exteriores o las circunstancias fortuitas, es cuando dispone de todos los medios necesarios para imprimir un sello profundo en las almas de los educandos.

            Hemos visto como la educación tiene la finalidad de sobreponer al ser individualista y asocial que somos cada uno de nosotros en el momento de nacer otro ser totalmente nuevo. Tiene que llevarnos por consiguiente a superar nuestra naturaleza original. Con esta condición es como el niño se convertirá en hombre. Ahora bien, nosotros no podemos elevarnos por encima de nosotros mismos más que mediante un esfuerzo más o menos penoso. Para aprender a contener el propio egoísmo natural, a subordinarse a unos fines más altos, a someter los propios deseos al imperio de la voluntad, a mantenerlos dentro de unos justos límites, es necesario que el niño ejerza sobre sí mismo una fuerte contención. Pues bien, nosotros no nos constreñiremos a nosotros mismos, no nos hacemos violencia más que por alguna de estas dos razones: porque es preciso hacerlo por una necesidad física o porque tenemos que hacerlo moralmente.

            Queda en segundo plano el deber. Este es, efectivamente el sentido del deber tal como se presenta, para el niño y para el propio adulto, el estimulante del esfuerzo por excelencia. Lo supone el mismo amor propio. Porque,  para ser sensible como es necesario a los castigos y a las recompensas, es menester tener ya conciencia de la propia dignidad y, por consiguientemente, del propio deber. Pero el niño no puede conocer el deber más que o través de sus maestros o de sus padres, es necesario que ellos sean, para él, el deber encarnado y personificado. En otras palabras, la autoridad moral es la cualidad principal que debe poseer el educador, puesto que es por la autoridad que hay en él por lo que el deber es el deber, es indispensable que de la persona del educador emane una impresión de este mismo género.

            Supone que se han realizado ya en el maestro dos condiciones principales. En primer lugar, que tenga voluntad, porque la autoridad implica confianza y el niño no puede entregar su propia confianza  a una persona a la que vea vacilante, indecisa, retractando sus propias decisiones. Pero esta primera condición no es todavía la esencial; lo que importa sobre todo es que el maestro sienta realmente en sí mismo aquella autoridad de la que tiene que dar sentido. Esta constituye una fuerza que no puede manifestarse si él no la posee realmente. Pues bien, ¿de dónde puede venirle? ¿Del poder material del que está armado, del derecho que tiene a castigar y a recompensar? Pero el temor del castigo es algo muy distinto del respeto a la autoridad. Ese temor no tiene ningún valor moral si el castigo no es reconocido como justo por aquel que tiene que soportarlo. Esto implica que la autoridad punitiva tiene que ser reconocida precisamente como legítima. Este es el punto principal. No es desde fuera como tiene que conseguir el maestro su propia autoridad, sino desde sí mismo; no puede venirle más que de una fe interior. El maestro laico puede y debe también tener algo de esta persuasión. También él es el mandatario de una gran persona moral que lo supera: la sociedad. Y lo mismo que el sacerdote es el intérprete de las grandes ideas morales de su tiempo y de su país. Por consiguiente, si se siente aferrado a esas ideas, la autoridad que está contenida en ellas y de la que él tiene plena conciencia, entonces no podrá menos que ver cómo esa misma autoridad se comunica a su persona y a todo lo que de ella emana.

            A veces se ha puesto en oposición la libertad y la autoridad, como si estos dos factores de la educación estuvieran en contradicción entre sí y se limitasen recíprocamente. Pero esta oposición es ficticia. En realidad, estos dos términos se postulan entre sí, en vez de excluirse. La libertad es hija de una autoridad bien entendida. Porque ser libres no quiere decir hacer lo que a uno le parece y le gusta; quiere decir ser dueño de sí mismo, quiere decir saber obrar sobre la base de la razón y cumplir con el propio deber. Por lo tanto, es preciso ejercitar al niño para que la reconozca en la palabra de su maestro y para que admita su ascendiente. Con esta condición es como sabrá más tarde encontrarla de nuevo en su conciencia y obedecer sus mandatos.




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