La palabra educación comprende, como dice Stuart
Mill, "todo aquello que hacemos por cuenta nuestra y todo aquello que los
demás hacen por medio de nosotros, a fin de acercarnos a la perfección de
nuestra naturaleza. En la más amplia expresión del término, comprende incluso
los efectos indirectos producidos sobre el carácter y sobre las facultades
humanas por ciertas cosas que tienen una finalidad totalmente diversa: las
leyes, las formas de gobierno, las artes industriales e incluso los hechos
físicos, independientemente de la voluntad del hombre, como el clima, el suelo
y la posición geográfica".
La acción de las cosas
sobre los hombres es muy diversa, como modo de obrar y como resultados, de la
que ejercen los propios hombres. Y la acción de los que tienen la misma edad,
unos sobre otros, difiere de la que los adultos ejercen sobre los más jóvenes.
Esta última es la única que por ahora nos interesa y, por tanto, será oportuno
reservar para ella el término de "educación".
¿Y en qué consiste
esta acción sui generis? A esta
pregunta se han dado respuestas muy diferentes, que pueden reunirse en dos
grupos principales.
Según Kant, "la
finalidad de la educación consiste en desarrollar en cada individuo toda la
perfección que cabe dentro de sus posibilidades". Se trata, como se ha
dicho muchas veces, del desarrollo armónico de todas las facultades humanas.
Pero, no es posible
por otra parte realizarlo por entero, ya que se encuentra en contradicción con
otra regla de la conducta humana, la que nos ordena que nos consagremos a una
tarea particular y limitada. No podemos ni debemos entregarnos todos al mismo
género de vida, pero debemos, según nuestras aptitudes, desarrollar funciones
diferentes.
No todos estamos
hechos para reflexionar, se necesitan también hombres de intuición y acción. Al
contrario, también se necesitan hombres que tengan la tarea de pensar. Pues
bien, el pensamiento no puede desarrollarse más que apartándose del movimiento,
replegándose sobre sí mismo, sustrayendo de la acción exterior a aquel que se
entrega por entero a pensar. De aquí se deriva una primera diferenciación que
no se crea sin una ruptura de equilibrio. Y la acción, por su parte, lo mismo
que el pensamiento, es capaz de asumir una multitud de formas diferentes y
particulares. No cabe duda de que esta especialización no excluye cierto fondo
común. De todas formas, parece que puede darse por sentado que una armonía
perfecta no puede presentarse como la finalidad suprema de la conducta y de la
educación.
La educación tendría
como objeto "hacer del individuo un instrumento de felicidad para sí mismo
y para sus semejantes" (James Mill), porque la felicidad es una cosa
esencialmente subjetiva, que cada uno aprecia a su modo. Es verdad que Spencer
ha intentado definir objetivamente la felicidad. Para él, las condiciones de la
felicidad son las de la vida. La felicidad completa es la vida en su plenitud.
Pero ¿qué es lo que hemos de entender por "la vida"? Si se trata
únicamente de la vida física, se puede muy bien señalar qué es lo que, al
faltar, la hace imposible. Esa vida implica realmente cierto equilibrio entre
el organismo y su ambiente.
Pero de esa manera
solamente es posible expresar las necesidades vitales más inmediatas. Para el
hombre de nuestros días, una vida semejante no es la "vida". El standard of life, como dicen los
ingleses, varía infinitamente según las condiciones, los ambientes y las
circunstancias. Lo que ayer nos parecía que era suficiente, hoy nos parece que
está por debajo de la dignidad del individuo.
La educación ha variado infinitamente, según los tiempos y según los
países, la educación se esfuerza en hacer de ella una persona autónoma. Hoy la
ciencia tiende a ocupar el puesto que ocupaba el arte en otros tiempos.
¿Se dirá que todo lo
que se ha hecho no representa lo ideal? ¿Qué si la educación ha cambiado, esto
se debe a que los hombres se han equivocado al juzgar lo que tenía que ser? hay
necesidades ineludibles, de las que no se puede hacer abstracción. ¿De qué
podría servirnos imaginar una educación que resultase mortal para la sociedad
que la pusiera en práctica?
Si se empieza así,
preguntándose a uno mismo cual tiene que ser la educación ideal, haciendo
abstracción de todo condicionamiento de tiempo y lugar, esto quiere decir que
se está admitiendo implícitamente que un sistema educativo no tiene nada de
real en sí mismo. No se ve en él un conjunto de prácticas y de instituciones
que se han ido organizado lentamente en el curso de los tiempos, que se
muestran solidarias de todas las demás instituciones sociales y que las
expresan. Por el contrario, parece que se trata de un simple sistema de conceptos
realizados; bajo este punto de vista da la impresión de que depende solamente
de la lógica. No tenemos por qué hacernos solidarios de los errores de
observación o de lógica, que han podido cometer nuestros predecesores; pero
podemos y debemos plantearnos el problema, dejando aparte todo lo que ha
ocurrido. Las enseñanzas de la historia pueden, todo lo más, evitarnos el
peligro de volver a caer en los mismos errores que ya se cometieron
anteriormente.
Efectivamente, toda
sociedad, considerada en un momento determinado de su desarrollo, tiene un
sistema de educación que se impone a los individuos con una fuerza generalmente
irresistible. Es inútil creer que podemos educar a nuestros hijos como queramos.
Estos, una vez que hayan crecido y se hayan hecho adultos, no se encontrarán en
condiciones de vivir entre sus contemporáneos, con los que no se sentirán en
armonía. Han sido educados en unas ideas o demasiado arcaicas o demasiado
avanzadas; da lo mismo. Existe, por tanto, en cada período, un modelo normativo
de la educación, del que no nos es lícito apartarnos sin tropezar con vivas
resistencias.
Pues bien, las
costumbres y las ideas que determinan este modelo no hemos sido nosotros,
individualmente, quienes las hemos creado. Son el producto de la vida en común
y expresan sus necesidades. En su mayor parte son además obra de las
generaciones anteriores; toda nuestra historia ha dejado huellas en él,
comprendida la historia de los pueblos que nos han precedido.
Cuando se estudia
históricamente la manera como se han formado y desarrollado los sistemas de
educación, se descubre que dependen de la religión, de la organización
política, del nivel de desarrollo de las ciencias, de las condiciones
industriales, etc. Si se los aísla de todas estas causas históricas, resultan
incomprensibles. Entonces, ¿de qué manera puede el individuo pretender
reconstruir, con solo el esfuerzo de su pensamiento personal, lo que no es una
obra del pensamiento individual? No puede actuar sobre ellas más que dentro de
los límites en los que ha aprendido a conocerlas, sabiendo cuál es su
naturaleza y cuáles son las condiciones de las que dependen.
Cuando se desea
determinar, mediante la dialéctica solamente, lo que tiene que ser la
educación, se debe empezar por establecer cuáles son los fines que tiene que
tener.¿Gracias a qué privilegio podemos estar mejor informados en lo que se
refiere a la función educativa? Se nos responderá evidentemente que la
educación tiene como objetivo preparar a los hombres del mañana. Pero esto
significa sencillamente plantear el problema en términos apenas ligeramente
distintos, dejándolo sin resolver. Pero no es posible a éstas preguntas más que
empezando por observar en qué ha consistido y a qué necesidades ha atendido en
el pasado. Por eso, la observación histórica resulta indispensable, aunque sólo
sea para establecer la noción preliminar de "educación".
2. Definición de la educación
Para definir la
educación hemos de examinar los sistemas educativos que existen o que han
existido, compararlos entre sí, poner de relieve los caracteres que tienen en
común. La suma de estos caracteres constituirá la definición que andamos
buscando.
Para que se tenga
educación es menester que exista la presencia de una generación de adultos y de
una generación de jóvenes; así como también una acción ejercida por los
primeros sobre los segundos.
No existe, por así
decirlo, ninguna sociedad en la que el sistema educativo no presente un doble
aspecto: ese sistema es, al mismo tiempo, uno y múltiple. Es múltiple: se puede
decir que existen tantas especies diversas de educación cuantos son los
diferentes ambientes sociales en esa sociedad. La educación de los patricios
era distinta de la de los plebeyos. Incluso en la actualidad, ¿no vemos como
varía la educación con la clase social e incluso sencillamente con el ambiente?
La educación en la ciudad es distinta que en el campo; la de los burgueses no
es la misma que la de los obreros. Es evidente que la educación de nuestros
hijos no debería depender de la casualidad que les ha hecho nacer aquí o allí,
de unos padres en lugar de otros. Pero aún cuando la conciencia moral de
nuestro tiempo hubiera recibido en este punto la satisfacción que está
aguardando, la educación no se haría por este motivo más uniforme. Aún cuando
la carrera de cada joven no estuviese ya, en gran parte, determinada a priori
por una herencia ciega; y puesto que el joven tiene que ser preparado
con vistas a la función que estará llamado a desempeñar, la educación, a partir
de cierta edad, no puede ya seguir
siendo la misma para todos los sujetos a los que es aplicada. Para encontrar
una educación absolutamente homogénea e igualitaria sería preciso remontarse a
las sociedades prehistóricas, dentro de las cuales no existía ninguna
diferenciación; e incluso aquellas sociedades no representaban más que un
momento lógico dentro de la historia de la humanidad.
No existe ningún
pueblo en el que no exista cierto número de ideas, de sentimientos y de
prácticas que la educación tiene que inculcar a todos los niños
indistintamente, sea cual fuere la categoría social a la que pertenecen. Hasta
en esos países en los que la sociedad está dividida en castas cerradas la una a
la otra, existe siempre una religión común para todos y, por consiguiente, los
principios de la cultura religiosa, que pasa a ser entonces fundamental, son
los mismos para toda la masa de la población. Aún cuando cada casta y cada
familia tengan sus dioses particulares, existen también divinidades generales
reconocidas por todos y a las que todos los niños aprenden a venerar.
En el curso de nuestras
historias se ha ido constituyendo todo un conjunto de ideas sobre la naturaleza
humana, sobre la importancia respectiva de nuestras diferentes facultades,
sobre el derecho y sobre el deber, sobre la sociedad, sobre el individuo, sobre
el progreso, sobre la ciencia, sobre el arte, etc., que están en la base misma
de nuestro espíritu nacional. Toda la educación, tanto la del rico como la del
pobre, tanto la que conduce a las carreras liberales como la que prepara para
las funciones industriales, tiene la finalidad de fijar esas ideas en la
conciencia.
De estos hechos se
deduce que cada sociedad se forma en determinado ideal de hombre, que este
ideal es en cierta medida el mismo para todos los ciudadanos; que a partir de
cierto punto, ese ideal se va diferenciando según los ambientes particulares
que comprende en su seno cualquier sociedad. Este ideal, que es al mismo tiempo
uno y diverso, es el que constituye el polo de la educación. Así pues, ésta
tiene como función suscitar en el niño: 1. cierto número de estados físicos y
mentales que la sociedad a la que pertenece considera que no deben estar
ausentes en ninguno de sus miembros; 2. Ciertas condiciones físicas y mentales
que el grupo social particular (casta, clase, familia, profesión) considera
igualmente que deben encontrarse en todos aquellos que lo constituyen.
La sociedad no puede
vivir si no se da entre sus miembros una homogeneidad suficiente; la educación
perpetúa y refuerza esa homogeneidad, fijando a priori en el alma del niño las semejanzas esenciales que impone
la vida colectiva. La educación asegura entonces la persistencia de la
diversidad necesaria, diversificándose y especializándose ella misma. Si la
sociedad ha llegado a un nivel de desarrollo tal que no pueden ya conservarse
las antiguas divisiones en castas y en clases, prescribirá una educación que
sea más unificada en la base. Si, en ese mismo momento, el trabajo se encuentra
más dividido, provocará en los niños, sobre un primer fundamento de ideas y de
sentimientos comunes, una diversidad de aptitudes profesionales más rica. Si
vive en estado de guerra con las sociedades ambientales, se esforzará por
formar los espíritus sobre una pauta enérgicamente nacional. Si la competencia
internacional toma una forma más pacífica, el tipo que intente realizar será
más general y más humano.
Por tanto, la educación no es para la sociedad más que el medio por el
cual logrará crear en el corazón de las jóvenes generaciones las condiciones
esenciales para la propia existencia. Podemos llegar entonces a la siguiente
fórmula: la educación es la acción ejercida por las generaciones adultas sobre
las que no están todavía maduras para la vida social; tiene como objetivo
suscitar y desarrollar al niño cierto número de estados físicos, intelectuales
y morales que requieren en él tanto la sociedad política en su conjunto como el
ambiente particular al que está destinado de manera específica.
3.
Consecuencias de la definición anterior: carácter social de la educación
Se
deduce que la educación consiste en una socialización metódica de la generación
joven. Puede decirse que en cada uno de nosotros hay dos seres, los cuales, a
pesar de ser inseparables a no ser por el camino de la abstracción, no pueden
evitar, sin embargo ser distintos. El uno está hecho de todos los estados
mentales que no se refieren más que a nosotros mismos y a los acontecimientos
de nuestra vida personal; es el que podríamos llamar nuestro ser individual. El
otro es un sistema de ideas, de sentimientos y de hábitos que expresan en
nosotros, no ya nuestra personalidad, sino el grupo o los grupos diversos de
los que formamos parte, son las creencias religiosas, las creencias y las
prácticas morales, las tradiciones nacionales y profesionales, las opiniones
colectivas de toda clase. Su conjunto es lo que forma nuestro ser social. El
objetivo final de la educación sería precisamente constituir ese ser en cada
uno de nosotros.
Por otra parte, de
aquí es de donde se deduce también la importancia de su fusión y la fecundidad
de su acción. Efectivamente, no sólo no está ya preconstituido y preparado ese
ser social en la constitución primitiva del hombre, sino que ni siquiera es el
resultado de desarrollo espontáneo. Espontáneamente el hombre no habría sido
propenso a someterse a una autoridad política, a respetar una disciplina moral,
a entregarse al sacrificio por los demás. No había nada en nuestra naturaleza
congénita que nos predispusiese necesariamente a convertirnos en siervos de
unas divinidades, de unos emblemas simbólicos de la sociedad, a rendirse culto,
a privarnos de algo en su honor. Ha sido la misma sociedad la que, a medida que
se ha ido formando y consolidando, ha sacado de su seno estas grandes fuerzas morales,
ante las cuales el hombre ha sentido su propia inferioridad.
Si prescindimos de las
tendencias vagas en inciertas que pueden ser debidas a la herencia, el niño, al
entrar en la vida, no introduce en ella más que la aportación de su naturaleza
individual. Por consiguiente, la sociedad se encuentra ante toda la generación
en presencia de una especie de tabla casi totalmente rasa, sobre la cual tendrá
que construir con esfuerzos renovados. Es preciso que, mediante los
procedimientos más rápidos que sea posible, a ese ser asocial y egoísta que ha
venido al mundo se le sobreponga otro ser, capaz de llevar una vida moral y
social. Esa obra educativa no se limitará a desarrollar el organismo individual
en la dirección indicada por su naturaleza, crea realmente en el hombre un ser
nuevo.
Esta virtud creadora es,
por otra parte, un privilegio especial de la educación humana. Es muy distinta
la que reciben los animales, si es que puede darse este nombre al
adiestramiento progresivo al que se ven sometidos por obra de sus padres. Estos
pueden efectivamente acelerar el desarrollo de ciertos instintos que dormitan
en el pequeño, pero no lo inician en una vida nueva, no crean nada.
Esto depende del hecho
de que los animales o viven fuera de toda organización social, o forman
sociedades muy simples, que funcionan gracias a mecanismos instintivos que cada
individuo lleva dentro de sí mismo y que están ya completamente constituidos
desde el momento de su nacimiento. Por tanto, la educación no puede añadir nada
a lo esencial de la naturaleza, ya que ésta es suficiente para todo, en el
hombre las aptitudes de todo género que presupone la vida social son demasiado
complejas para poder encarnarse, de alguna manera, en nuestros tejidos y
materializarse bajo la forma de predisposiciones orgánicas. De ahí se sigue que
no pueden transmitirse de una generación a otra por el camino de la herencia.
Además, se dirá, si
efectivamente es posible concebir que las cualidades puramente morales, puesto
que imponen al individuo ciertas privaciones que van en contra de sus impulsos
naturales, por ejemplo, las cualidades de la inteligencia, que le permitan
adaptar mejor su propia conducta a la naturaleza de las cosas, las cualidades
físicas y todo aquello que contribuye al vigor y a la salud del organismo. Para
esas cualidades, por lo menos, parece ser que la educación, al desarrollarlas,
no hace más que salir al encuentro del desarrollo mismo de la naturaleza.
La educación responde
ante todo a necesidades sociales. Todavía estamos muy lejos de ver reconocidas
por todos los pueblos las ventajas de una cultura sólida. La ciencia, el
espíritu crítico, que hoy colocamos tan arriba, han sido mirados con cierta sospecha
durante varios siglos. Hay que guardarse mucho de considerar que esta
indiferencia frente al saber haya sido impuesta artificialmente a los hombres,
en violación de su naturaleza. Ellos no
desean la ciencia más que en la medida en que la experiencia les ha enseñado
que no pueden prescindir de ella. Como ya decía Rousseau, para satisfacer las
necesidades vitales podía bastar con las impresiones, con la experiencia y con
los instintos, lo mismo que bastaba con todo esto a los animales. Si el hombre
no hubiera conocido otras necesidades más que aquellas tan sencillas que tienen
sus raíces en su constitución individual, no se habría puesto en busca de una
ciencia, sobre todo si se tiene en cuenta que ésta no se ha adquirido sin dolorosos
y laboriosos esfuerzos. El hombre no ha conocido la sed del saber más que
cuando la sociedad la ha despertado en él. Y la sociedad no la ha despertado
más que cuando ella misma se ha visto necesitada de ese saber. Ese momento
llegó cuando la vida social, bajo todas sus formas, se hizo demasiado compleja
para poder funcionar de otra forma que no fuese gracias al concurso del
pensamiento meditado, esto es, del pensamiento iluminado por la ciencia.
Entonces la cultura científica se hizo indispensable y por este motivo es por
lo que la sociedad exige de sus miembros esa ciencia y se la impone como un
deber. Pero, en los orígenes, bastaba con la ciega tradición, lo mismo que al
animal le bastaba con el instinto.
En Esparta tenían
sobre todo la finalidad de ir endureciendo los miembros para la fatiga; en
Atenas representaba la manera de ir moldeando cuerpos hermosos a la vista; en tiempos
de la caballería se le pedía que formase guerreros ágiles y esbeltos; en
nuestros días tiene solamente una finalidad higiénica y se preocupa sobre todo
de limitar los efectos peligrosos de una cultura intelectual demasiado intensa.
Mientras íbamos
mostrando a la sociedad que modelaba según sus propias necesidades a los
individuos, podía surgir la duda de si éstos soportaban ante tal hecho una
intolerable tiranía. Pero en realidad son ellos mismos los interesados en esta
sumisión, ya que el ser nuevo que va edificando de este modo en cada uno de
nosotros la acción colectiva, a través de la educación, representa lo que hay
de mejor en nosotros, lo que hay de propiamente humano en nosotros. En efecto,
el hombre es hombre solamente y en cuanto que vive en sociedad.
En primer lugar, si
hay en la actualidad un hecho históricamente establecido, es que la moral
guarda estrechas relaciones con la naturaleza de la sociedad, la moral cambia
cuando cambian las sociedades. Esto es, depende de la vida en común. Es la
sociedad la que nos hace realmente salir de nuestro egocentrismo, la que nos
obliga a tener en cuenta otros intereses distintos de los nuestros, la que nos
ha enseñado a dominar nuestras pasiones, nuestros instintos, a darles una ley,
a guardar sujeción a ciertas normas, a padecer privaciones, a sacrificarnos, a
subordinar nuestros objetivos personales a finalidades más elevadas. Todo el
complejo de representaciones que provoca en nosotros la idea y el sentimiento
de la regla de la disciplina, tanto interior como exterior, ha sido la sociedad
la que lo impuesto a nuestras conciencias. Este es el motivo de que hayamos
adquirido esa fuerza de resistir a nosotros mismos, ese dominio sobre nuestras
tendencias.
Es la ciencia, la que
elabora las nociones fundamentales que dominan sobre nuestro pensamiento:
nociones de causa, de ley, de espacio, de número, de cuerpo, de vida, de
conciencia, de sociedad, etc. Pues bien, estas ideas están perpetuamente en
evolución. Esto sucede porque son el resumen, el resultado de todo trabajo
científico, la ciencia es una obra colectiva, ya que supone una amplia
colaboración de todos los hombres de ciencia no solamente de la misma época,
sino de todas las épocas, sucesivas de la historia.
Antes de que estuvieran
organizadas las ciencias, la religión tenía ese mismo oficio, ya que cualquier
mitología constituye una elaboración, ya muy elaboradas, del hombre y del
universo. La ciencia, por lo demás, ha sido la heredera de la religión, la
religión es una institución social. Al aprender una lengua, aprendemos todo un
sistema de ideas distintas y clasificadas y somos los herederos de todos los
trabajos de los que se han derivado aquellas clasificaciones que resumen varios
siglos de experiencia. Pero hay más todavía; sin el lenguaje no tendríamos, por
así decirlo, ideas generales, puesto que es la palabra la que, al fijarlos, les
da a los conceptos una consistencia suficiente para que puedan ser manejados cómodamente
por el espíritu.
Si se le retirase al
ser humano todo lo que recibe de la sociedad: volvería a caer en el nivel en
que se mueven los animales. Si ha podido superar la etapa en la que se han
detenido los animales, se debe ante todo a que no se ha reducido solamente al
fruto de sus propios esfuerzos personales, sino que ha cooperado regularmente
con sus semejantes, y los productos del trabajo de una generación no se han
perdido para la generación que viene después.
4.-
La función del estado en materia de educación
En contra de ellos
está el derecho de la familia. El niño, se dice, es ante todo de sus padres;
por consiguiente, es a éstos a los que corresponde dirigir de la forma que
juzguen necesario su desarrollo intelectual y moral. La educación se concibe
entonces como una cosa esencialmente privada y doméstica. El estado se dice a
veces, limitarse a servir de auxiliar y de sustituto a las familias. Cuando
éstas no están en condiciones de cumplir con su deber, es natural que el estado
se encargue de ello. También es natural que procure hacerles esta tarea lo más
fácil posible, poniendo a su disposición el suficiente número de escuelas
adonde puedan, si quieren , enviar a sus hijos. Pero debe mantenerse
estrictamente dentro de estos límites, prohibiéndose a sí mismo cualquier clase
de acción positiva destinada a imponer una orientación determinada al espíritu
de la juventud.
Por el contrario, su
misión está muy lejos de tener que ser tan negativa, la educación tiene
primordialmente una función colectiva, si tiene por objeto la adaptación del
niño al ambiente social en el que está destinado a vivir, por tanto, es a ella
a la que toca recordar incesantemente al maestro cuáles son las ideas, los
sentimientos que tiene que procurar inculcar en el niño para ponerlo en armonía
con el ambiente en el que está llamado a vivir. Si dejase de estar siempre
presente y vigilante para obligar a la acción pedagógica a mantener su sentido
social, ésta se pondría necesariamente al servicio de ideologías particulares y
la gran alma de la patria se disgregaría y se reduciría.
Desde el momento en que la educación es una función esencialmente
social, el estado no puede desinteresarse de ella. Al contrario, todo lo
que guarde alguna relación con ella tiene que quedar sometido de algún modo a
su acción superior. Con esto no se quiere decir que el estado tenga que tener
el monopolio de la enseñanza. Se puede considerar que los progresos escolares
son más fáciles y más rápidos donde se le ha dejado cierto margen a las
iniciativas individuales, dado que el individuo es más fácilmente un innovador
que el estado. Pero de este hecho, o sea, de que el estado tenga que dejar en
interés del público que se abran otras escuelas distintas de aquellas que cuya
responsabilidad ha asumido más directamente, no se deduce que tenga que
permanecer extraño a lo que en ellas sucede. Al contrario, la educación que se
imparte en ellas debe permanecer sujeta a su control. Tampoco es admisible que
la función del educador pueda ser ejercida por una persona que no presente
garantías especiales, de las que solamente el estado puede ser el juez
competente.
Indudablemente, los
límites dentro de los cuales tiene que desarrollarse su intervención
difícilmente pueden ser determinados una vez y para siempre, pero el principio
de esta intervención no puede ser discutido. No hay ninguna escuela que pueda
arrogarse el derecho de dar, con plena libertad, una educación antisocial. Efectivamente,
no es tarea del estado la creación de esa comunidad de ideas y de sentimientos
sin los cuales no puede subsistir una sociedad; esa comunidad debe constituirse
por sí sola y el estado no puede hacer otra cosa más que consagrarla,
mantenerla. Nos encontramos divididos por concepciones divergentes e, incluso a
veces, contradictorias. No sería admisible que se reconociese a la mayoría el
derecho de imponer sus propias ideas a los hijos de la minoría. La escuela no
puede ser cosa de un partido y el maestro faltaría a sus deberes si se pusiera
a hacer uso de la autoridad de que dispone para arrastrar a sus alumnos al
surco de sus simpatías partidistas personales. Pero, a pesar de todas las
disidencias, se goza de: respecto a la razón, a la ciencia, a las ideas y a los
sentimientos que constituyen la base de la moral democrática. Es tarea del
estado poner de relieve estos principios esenciales, hacer que se enseñen en
sus escuelas, velar para que ninguna parte política intente ocultarlos a los
jóvenes, hacer que en todas partes se hable de ellos con el respeto que les es
debido
5.-
Poder de la educación: los medios de acción
Para Fontenelle
"ni la buena educación forja un buen carácter, ni la mala la
destruye". Al contrario, para Locke y para Helvetius la educación es omnipotente.
Según este último, "todos los hombres nacen iguales y con aptitudes
iguales; solamente la educación es la que crea las diferencias". La teoría
de Jacotot se aproxima mucho a la precedente.
La educación no hace
al hombre de la nada, como creían Locke y Helvetius, sino que se aplica a unas
disposiciones que existen de antemano. Por otro lado puede muy bien concederse,
de una forma general, que estas tendencias congénitas son muy fuertes, muy
difíciles de destruir o de transformar radicalmente; porque dependen de unas
condiciones orgánicas sobre las cuales el educador tiene muy poca influencia.
Se da un tipo de
predisposición establecida, rígida, invariable, que no deja mucho lugar para la
acción de las causas externas: el instinto. Se habla a veces del instinto de
conservación; pero la expresión es impropia. Porque un instinto es un sistema
de movimientos determinados, siempre los mismos, que una vez que han sido
hechos saltar por la sensación se concatenan automáticamente unos con otros hasta
que logran llegar a su término natural, sin que la reflexión tenga que
intervenir en ningún momento del proceso. Pero los movimientos que hacemos
cuando está en peligro nuestra vida no tienen nada que ver con esta
determinación y con esta invariabilidad automática. Van cambiando a medida que
cambia la situación; nosotros los adaptamos a las circunstancias; esto quiere
decir que no se producen sin una cierta elección consciente, aunque rápida. Lo
que recibe el nombre de instinto de conservación no es en definitiva más que un
impulso general de huir de la muerte, sin que estén predeterminados una vez
para siempre los medios mediante los cuales procuramos evitarla. No se puede
decir eso mismo del que a veces recibe el nombre, con igual impropiedad, de
instinto maternal, instinto paternal incluso instinto sexual. Se trata de
impulsos en una determinada dirección; pero los medios mediante los cuales se
realizan impulsos cambian de un individuo a otro, de una ocasión a otra.
A pesar de todo lo que
se diga, nadie nace criminal; mucho menos decirse que uno esté destinado a
partir de su nacimiento a este o a aquel tipo de delito; lo que se hereda es
una cierta falta de equilibrio mental, que hace al individuo más refractario a
una conducta regular y disciplinada. Pero un temperamento semejante no destina a priori a un hombre a ser un explorador
amante de las aventuras más bien que un criminal, un profeta, un renovador
político, un inventor, etc. Como observa Bain, "el hijo de un gran
filósofo no hereda de él ni un solo vocablo; el hijo de un gran viajante puede
verse superado en la clase de geografía por el hijo de un minero". Lo que
el niño recibe de sus progenitores son ciertas facultades muy generales; es una
cierta fuerza de atención, una cierta dosis de perseverancia, un juicio sano,
imaginación, etc. Pero cada una de estas facultades puede servir para cualquier
clase de objetivos diferentes. Las únicas formas de actividad que pueden
transmitirse hereditariamente son aquellas que se repiten siempre de una manera
suficientemente idéntica para poder fijar en una forma rígida dentro del tejido
del organismo. Pues bien, la vida humana depende de las condiciones múltiples,
complejas y consiguientemente mutables. Es menester que ella misma cambie y se
modifique sin parar.
Entre las
virtualidades indecisas que constituyen al hombre en el momento de su
nacimiento y el personaje bien definido en que tiene que convertirse para poder
desarrollar una acción útil en la sociedad, es muy considerable la distancia.
Para poder dar una
idea de lo que constituye la acción educativa y señalar todo su poder, un
psicólogo contemporáneo, Guyau, la ha comparado con la sugestión hipnótica. Y
esta relación no carece de fundamento. Con esta finalidad es preciso que el
hipnotizador hable con un tono de mando, con autoridad. Tiene que decir:
"yo quiero". Y tiene que demostrar también que ni siquiera puede
imaginarse una resistencia a obedecer, que el acto tiene que llevarse a cabo,
que la cosa tiene que ser vista tal como él la hace ver, que no puede ser de
otra manera. Si él tiende a debilitar su acción, se ve como vacila el sujeto y
cómo a veces se niega a obedecerle. Si por ventura entra en discusión con él,
su poder se ha desvanecido.
Pues bien, estas dos
condiciones se encuentran realizadas en las relaciones que mantiene el educador
con el educando que está sometido a su acción: 1) el joven se encuentra
naturalmente en un estado de pasividad absolutamente parangonable con el que el
hipnotizador se encuentra colocado artificialmente; su conciencia no contiene
todavía más que un pequeño número de representaciones capaces de luchar en
contra de las que le son sugeridas por el maestro; su voluntad es todavía
rudimentaria y por eso mismo sumamente sugestionable. Por ese mismo motivo se
muestra muy accesible al contagio del ejemplo y particularmente inclinado a la
imitación. 2) El ascendiente que el maestro tiene naturalmente sobre el alumno,
debido a la superioridad de su experiencia y de su cultura, dará naturalmente a
su acción la poderosa eficacia que le es necesaria.
Esta comparación
demuestra como el educador dista mucho de estar desarmado frente al alumno,
dado que conoce toda la fuerza de sugestión hipnótica. Por consiguiente, si la
acción educativa posee, aunque sea en un nivel más bajo, una eficacia análoga,
podemos esperar mucho de ella, con tal que el educador sepa servirse de su
influjo. Como dice Herbart, no es gritando al niño de vez en cuando con violencia
como se podrá actuar enérgicamente sobre él. Pero cuando la educación es
paciente y continua, cuando no busca resultados inmediatos y aparentes, sino
que prosigue lentamente en un sentido bien determinado, sin dejarse desviar por
los incidentes exteriores o las circunstancias fortuitas, es cuando dispone de
todos los medios necesarios para imprimir un sello profundo en las almas de los
educandos.
Hemos visto como la
educación tiene la finalidad de sobreponer al ser individualista y asocial que
somos cada uno de nosotros en el momento de nacer otro ser totalmente nuevo.
Tiene que llevarnos por consiguiente a superar nuestra naturaleza original. Con
esta condición es como el niño se convertirá en hombre. Ahora bien, nosotros no
podemos elevarnos por encima de nosotros mismos más que mediante un esfuerzo
más o menos penoso. Para aprender a contener el propio egoísmo natural, a
subordinarse a unos fines más altos, a someter los propios deseos al imperio de
la voluntad, a mantenerlos dentro de unos justos límites, es necesario que el
niño ejerza sobre sí mismo una fuerte contención. Pues bien, nosotros no nos
constreñiremos a nosotros mismos, no nos hacemos violencia más que por alguna de
estas dos razones: porque es preciso hacerlo por una necesidad física o porque
tenemos que hacerlo moralmente.
Queda en segundo plano
el deber. Este es, efectivamente el sentido del deber tal como se presenta,
para el niño y para el propio adulto, el estimulante del esfuerzo por
excelencia. Lo supone el mismo amor propio. Porque, para ser sensible como es necesario a los castigos
y a las recompensas, es menester tener ya conciencia de la propia dignidad y,
por consiguientemente, del propio deber. Pero el niño no puede conocer el deber
más que o través de sus maestros o de sus padres, es necesario que ellos sean,
para él, el deber encarnado y personificado. En otras palabras, la autoridad
moral es la cualidad principal que debe poseer el educador, puesto que es por
la autoridad que hay en él por lo que el deber es el deber, es indispensable
que de la persona del educador emane una impresión de este mismo género.
Supone que se han realizado
ya en el maestro dos condiciones principales. En primer lugar, que tenga
voluntad, porque la autoridad implica confianza y el niño no puede entregar su
propia confianza a una persona a la que
vea vacilante, indecisa, retractando sus propias decisiones. Pero esta primera
condición no es todavía la esencial; lo que importa sobre todo es que el
maestro sienta realmente en sí mismo aquella autoridad de la que tiene que dar
sentido. Esta constituye una fuerza que no puede manifestarse si él no la posee
realmente. Pues bien, ¿de dónde puede venirle? ¿Del poder material del que está
armado, del derecho que tiene a castigar y a recompensar? Pero el temor del
castigo es algo muy distinto del respeto a la autoridad. Ese temor no tiene
ningún valor moral si el castigo no es reconocido como justo por aquel que
tiene que soportarlo. Esto implica que la autoridad punitiva tiene que ser
reconocida precisamente como legítima. Este es el punto principal. No es desde
fuera como tiene que conseguir el maestro su propia autoridad, sino desde sí
mismo; no puede venirle más que de una fe interior. El maestro laico puede y
debe también tener algo de esta persuasión. También él es el mandatario de una
gran persona moral que lo supera: la sociedad. Y lo mismo que el sacerdote es
el intérprete de las grandes ideas morales de su tiempo y de su país. Por
consiguiente, si se siente aferrado a esas ideas, la autoridad que está
contenida en ellas y de la que él tiene plena conciencia, entonces no podrá
menos que ver cómo esa misma autoridad se comunica a su persona y a todo lo que
de ella emana.
A veces se ha puesto
en oposición la libertad y la autoridad, como si estos dos factores de la
educación estuvieran en contradicción entre sí y se limitasen recíprocamente.
Pero esta oposición es ficticia. En realidad, estos dos términos se postulan
entre sí, en vez de excluirse. La
libertad es hija de una autoridad bien entendida. Porque ser libres no quiere decir hacer lo que a uno le parece y le
gusta; quiere decir ser dueño de sí mismo, quiere decir saber obrar sobre la
base de la razón y cumplir con el propio deber. Por lo tanto, es preciso
ejercitar al niño para que la reconozca en la palabra de su maestro y para que
admita su ascendiente. Con esta condición es como sabrá más tarde encontrarla
de nuevo en su conciencia y obedecer sus mandatos.
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